sábado, 18 de octubre de 2014

VINILOS



El ataúd de Andrea, pesaba, pesaban sus años, pesaban sus obras. Pesaba. La tradición dice esa de que ningún familiar puede cargarlos, no nos dejaron, no me acerqué. Ya caía la noche y salimos rumbo al cementerio que estaba al pie del río Apurímac, cruzamos el río Sinquivine, caminamos acompañando a papá Alejandro y Mamá Magdalena, acompañando nuestra soledad materna. Nuestra viejita linda se había ido.
El trayecto fue largo. Pasamos por el monte, salimos hacia el pueblo de Villa Virgen, bajamos hacia el río Apurímac. Mi mente estaba en otro lugar. No quería sentirme ahí, no quería sufrir. Empecé a mirar las casas, a mirar los patios, los corrales, regresé hasta el patio que teníamos en Víctor Rául en los ochenta, regresé hasta mis diez años, regresé hasta aquella tarde de los discos de vinilo.
Nuestra casa tenía un patio trasero especial. Las esteras eran mudos testigos de las cosas que ocurrieron, de las cosas que no quisimos que ocurran. En el terral se ocultaban los restos de esa radio a transistores que extrañamente se destrozó y terminaron culpando al inocente de Wilmer. Ahí estaban las huellas de las travesuras de Wilder y Johni que metían las manos y otras partes del cuerpo para jugar con los patos y pollos que vivían en el corral. Ahí estaban las enormes rocas que servirían para la futura base de la casa de concreto. Ahí estaban las fundas de papel de los discos de vinilo que fueron lavados y puestos al sol para que sequen mejor; sí, para que sequen mejor.
En los ochenta, los discos de vinilo eran la sensación. Mi padre había formado una colección impresionante de vinilos que ocupaban todo un compartimiento del enorme ropero marrón caoba que nos dejó como herencia Papá Juan.  Tenía discos en 33 y 45 revoluciones (nunca entendí que era eso) que se cuidaban como el mismísimo oro.
Recuerdo los discos de 45 rpm con la música de Chacalón, de los Mirlos, la quinceañera del grupo Maravilla. De los vinilos de 33 rpm recuerdo el long play del cuarteto continental y su famoso “tú quieres que me coma el tigre, que me coma el tigre, mi carne sabrosa…” Mi madre también había comprado los suyos: Cinco flores de la pallasquinita (de seguro que Macaria tuvo que ver en estos gustos), la Matarina del Indio Mayta, piquito de oro del Jilguero del Huascarán y no sé cuantos más que ya no quiero recordar.
Tanta fue la fiebre de los vinilos que algunos años después decidí comprar los míos y empecé a ahorrar cada inti de la época para iniciar mi colección. Para entonces, se pusieron de moda los Hombres G de España, junté hasta el vuelto del pan para comprarme un disco de mi grupo favorito. Hasta que lo conseguí. Tenía el dinero reunido. Presuroso fui hasta la disco tienda que había en el mercado de Tahuantinsuyo, ingresé emocionado, miré sudoroso al vendedor y le señalé la vitrina donde estaba esperando mi primer sencillo comprado con tanto esfuerzo.
- Deme el disco de los hombres G.
- Lo siento, estoy a punto de cerrar.  Vuelve por la tarde.
- No pues tío, vivo lejos. ¿no puedes venderme el disco y te vas a almorzar?
- ¿Tío? Yo no soy tu tío, chibolo confianzudo. Háblame bien ah. Regresa por la tarde.
- Lo siento señor, solo quiero comprar mi disco de los hombres G.
- ¿Señor? Señor está en los cielos muchacho. Retírate de mi vista.
Maldito vendedor, tuve que esperar casi dos horas hasta que retorne de su dichoso almuerzo en el mercado. Pasé un par de veces por el puesto de comida donde estaba almorzando, me miró, supongo que me reconoció, siguió comiendo. Conversaba con la chica que lo atendía, miraba su reloj, seguía conversando. Me aburrí. Maldito vendedor.
Yo era terco. No me iría sin mi disco. Lo esperé. Sentado en la vereda, con el sol molestándome más, con las monedas que se me escapaban del bolsillo, lo esperé.
Cuando abrió el local de la disquera salté de la vereda, corrí hacia la tienda, saqué todo el dinero (eran tantas monedas que el vendedor me quedó mirando otra vez) y le pedí el disco de los hombres G.
-¿Cuál quieres?
- Ese, “Devuélveme a mi chica”. ¿Qué canción trae al reverso ah?
- Déjame ver. “Venecia”. ¿Lo quieres?
- Si. Tenga, cóbrese. Está completo ah.
- Ten cuidado, ya sabes que si  se raya ya no sirve ah.
- Pero acá dice “HOMBRES H” ellos no son. Y Además, dice “VOZ: DAVID SAMER” y es David Summer.
- Oe chiquillo, bien quedado eres ah. ¿Cómo suena la H? ¿Suena como G, si o no?
- Si.
- Entonces pues. ¿Lo llevas o no? Me haces perder el tiempo carajo.
- Ya, ya. Dame el disco.
Corrí a casa, tomé el disco con cuidado, levante la manecilla con la aguja, puse mi primer sencillo y sonó, solo eso sonó. Nunca olvidaré eso. Fue tanta mi vergüenza que nunca lo conté. Ahora ya lo sabes tú.
¿Y la colección de tu padre?
Ah, ese verano de 1983, el viejo estaba en el hospital por el accidente que había tenido. Mamá estaba vendiendo en Polvos azules y nosotros arruinando la casa. Yo me creía el mejor rockero, alucinaba con mi guitarra eléctrica, saltaba por toda la cama imaginando estar en el estrado de mi gran concierto. Entonces se me ocurrió poner uno de los discos de cumbia. Bajé de la cama, corrí al ropero, empujé a Yeny y sus muñequitas, tomé algunos discos y ahí empezó el final de esa hermosa colección. Tropecé y caí en el tazón con agua que Yeny tenía para jugar. Mis pies golpearon la puerta del ropero, esta se abrió y se vinieron al suelo todos los discos apilados en su interior. Se mojaron. Me asusté al límite de las lágrimas. Mis hermanos corrieron y me ayudaron a recogerlos uno a uno. Johni, tomó un trapo viejo y empezó a secarlos, pero las fundas estaban húmedas y empezaban a romperse. Entonces tuve la gran idea. Los sacamos al corral, los colocamos sobre las piedras y esperamos unos minutos hasta que estén completamente secos.
El sol de verano era intenso en esos días. Lima vivía uno de esos eventos locos llamados Fenómeno de “El Niño” y teníamos días tan soleados como fríos en verano, pero ese día soleó tanto que aun hoy siento los rayos solares quemando mi piel de niño.
Yeny fue la primera en darse cuenta. Su inocencia fue la alarma que nos mostró la estupidez que habíamos cometido.
- Manito, el disco se ha puesto suavecito. Mira mi dedo lo puede hundir.
- Uy, uy, ya lo malograste Yeny, ya lo malograste ah.
- Henry, ¿está oliendo feo no?
No recuerdo qué le dijimos a mamá. Pero, recuerdo que los discos quedaron como acordeones, retorcidos, maltratados por el sol, inservibles.
Cuando reaccioné, ya habíamos llegado al cementerio y aun no estaba listo el nicho, faltaban los materiales para sellar la tumba. Colocaron el ataúd a descansar al pie de su paradero final, la familia empezó a rodear a Andrea por última vez. Las plantas del monte, el canto de las aves y el ruido de los animales nocturnos de Villa Virgen coronaban el entierro. Nosotros nos abrazamos para darnos fuerza y despedirla como ella nos lo había pedido: “sin llantos, ah, sin lamentaciones. El muerto, muerto está; no quiero teatros cuando me vaya”
El tío Demes trajo el material que faltaba, corrió al río para alcanzar agua al albañil. El tío Donato ayudaba en el trabajo. Colocaron el ataúd al pie del nicho, lo empujaron con cuidado y empezaron a sellarlo. Me acerqué y escribí sobre el cemento fresco “Nuestra brava ayacuchana”.  Los cuatro permanecimos juntos, ahora que veo las fotos, hubo más gente, pero los cuatro siempre estamos ahí, hasta el final con aquella mujer que nos dio todo, todo.

EL VALLE HABLADOR




Fue un viaje largo. A medio día Edith confirmó que viajaba con Álvaro y Ariana. Jonhi llevó a Yarixza y Dayana. Mi tío Guillermo no avisó en casa, Memo se enteraría algunos años después. Partimos por la noche, con la nostalgia de saberla muerta pero convencidos de que su sufrimiento había terminado en este infierno.

Durante la noche de viaje, iba pensando en los paisajes que ella habría visto el mes anterior cunado viajó. Sentí en frío de la nieve, la luna llena me puso más triste aun. Al amanecer, en Huamanga, bajamos presurosos del bus y enrumbamos al paradero que nos llevaría hacia Villa Virgen, el paraíso de mamá.

Fue horrible. El polvo de agosto es insoportable, el sol abrasador incomodó todo el trayecto a Ariana que apenas tenía cinco meses (ese 21 de agosto cumplía un mes más de vida), Álvaro iba medio dormido, medio adolorido, Jimy y Johni no hablaban como en otras oportunidades, ¿qué recuerdos cruzarían pos sus mentes en esas horas de interminable viaje a la selva del Cusco? Presumo que –como yo- también recordaron las cosas que vivimos con mamá.

Debimos llegar a las 3 pm. Eran las 5 y recién ingresamos al pueblito de Lechemayo. Era un pequeño puerto ubicado en las riberas del río Apurímac y en el que no es recomendable pernoctar pues los zancudos y los ronderos no dejan dormir ni media hora (nuestras esposas confirmaron esto un año más tarde cuando prefirieron quedarse a dormir allí para salir temprano de regreso a Ayacucho). Un bote no esperaba para  cruzar a Villa Virgen.
Caminamos media hora hasta llegar a la casa de los abuelos. Cruzamos el río Sinquivine, apenas si pudimos saludarnos, queríamos ver a  Andrea. 

Yeny contó que ella falleció la madrugada del 20 de agosto y que su deseo era estar cerca de sus padres. Así es que decidió llevarla desde Limatambo hasta Villa Virgen en bote, en un viaje a través del río Apurímac que dura una hora y algo más. No pudieron ponerle formol al cuerpo así que tenía que ser todo rápido. Ningún motorista quería llevar el ataúd. Tenían miedo a la muerte, al río.   Por fin, alguien se atrevió y cargaron a mamá. Pesaba demasiado, el ataúd casi se cae, tía Adela resbaló. Yeny solo pedía que la ayuden para llevarla con papá Alejandro y mamá Magdalena que esperaban en ese paraíso llamado Villa Virgen. 

Cuando llegamos, Yeny estalló en llanto. Nos reclamó todo lo que pudo, sufrió todo lo que debimos compartir los cuatro hermanos. Nunca más habló del tema. Johni quiso llorar al verla, balbuceó algunas palabras, la miró por unos instantes, jimy fue a calmarlo. Él no lloró.

Yo quería llorar, me dolía el pecho, presionaba mis dientes y miraba a mi esposa, a mis hijos. No lo hice, no sé porqué, creo que era el momento pero callé. Siempre me dijeron que la responsabilidad del mayor es dar el ejemplo y creo que eso me ha marcado hasta ahora. Mis hijos se podían asustar, preferí llorar a solas, como tantas veces lo he hecho.

El cuerpo inchadito de mamá no soportaría un día más de funerales. El tío Guillermo preguntó si queríamos sepultarla esa misma noche y los cuatro respondimos que sí. 

Fuimos al pueblo a comprar el nicho, buscamos a un amigo que nos habían recomendado y pasadas las ocho de la noche empezamos a despedirla de este mundo.

La carita de mis abuelos estaba congelada. Era la hija mayor la que se les iba. Era su Andrea, esa mujer brava que no le temía a nada. Papá Alejandro estaba ido, atónito, no conversaba. Mamá Magdalena lloraba de rato en rato y decía algunas cosas en quechua que ya no entiendo. Era increíble que una mujer así, haya encontrado un final tan miserable con esa enfermedad que la consumió sin darle tregua.

Los hermanos de Andrea levantaron en ataúd y avanzaron hacia el río Sinquivini. Cruzaron despacio, cada paso era interminable, el mínimo descuido y mamá terminaba en el río. Pasó sin mayor complicación y en medio de la noche avanzamos hacia el cementerio del pueblo.

El tío Donato llamó a un amigo suyo para que prepare el nicho. Los tíos Demes y Narda fueron a buscar agua, arena, ladrillos para tapiar la cámara. Todos en silencio.  Los tíos Zenobio y Agripina  empezaron a repartir un licor extraño que me calentó las entrañas en segundos. Por unos instantes se rompió el silencio con algunas bromas y anécdotas que contaron los tíos sobre las anteriores oportunidades que viajamos a ese lugar.
Casi a las nueve de la noche llegaron los hermanos religiosos de los abuelos y empezaron a cantar y rezar por el descanso de mamá. Colocaron su cuerpo en el nicho, sellaron la cámara y al momento de poner su nombre, tomé una rama y escribí

“Andrea palomino Guillén
Nuestra brava ayacuchana”

De regreso al pueblo, vimos a mamá Magdalena decaída. Ya no caminaba, estaba rengueando, a los dos días tuvimos que llevarla de emergencia pues sufrió un derrame cerebral y casi pierde la vida.

Al día siguiente, salimos al río y entendimos porqué mamá quiso morirse allá. Villa virgen es un paraíso, es ese paraíso negado de todo ser humano que vive encerrado en este valle hablador. Ella prefirió irse a su valle, al valle del río Apurímac, al valle que le dio tranquilidad para morir en paz con todos, con nosotros, con ella misma. 

Yeny cuenta que no sufrió al morir, que fue solo un instante de quejas y delirio por los dolores de la enfermedad. Solo eso.

Mientras nos bañábamos en el río sinquivini, recordé a esa mujer ayacuchana de la que te he contado su vida esta noche para que se pueda ir en paz… para que yo esté en paz.

viernes, 10 de febrero de 2012

LA MUERTE

Viejoschalay!, viejoschalay! era el arrullo de mi madre
Cada vez que tenía tiempo de acariciarme
Mamachalay! Mamachalay! es el lamento que a veces me sale
Cuando añoro al niño que aun no logro acercarme.

Esa noche no pude dormir. Había soñado a mamá preparando avena en nuestra cocinita de leña que teníamos en Diez de octubre y que utilizábamos cada vez que nos quedábamos sin kerosene. La avena rebalsó la olla, se cayó casi todo; pronto las hormigas rodearon la fogata y oscurecieron todo: era la muerte.
Yeny la acompaño hasta el final, hasta el instante mismo en que su hálito maternal abandonó el cuerpo canceroso y lacerado que le tocó cargar durante cincuenta y cinco años.
La noche del 19 de agosto empezó a vibrar mi teléfono celular. Eran las 11 y 5 de la noche. Era Yeny. Había subido a la parte más alta de la colina que adorna la comunidad de Limatambo en las riberas del río Apurímac. Estaba desesperada porque mamá había entrado en shock. Se estaba muriendo y ella no podía hacer nada. Lloraba desconsoladamente preguntándome que hacer, quería sacarla de esa zona, me pedía ayuda para conseguir un transporte que la lleve hasta Ayacucho. Todo fue muy rápido. A una de la mañana del 20 volvió a llamar para decirme que Andrea ya no sufría más, se había ido para siempre. No pude llorar, yo quería gritar, golpear, pero no pude, era mi madre, me dolía el pecho. Ya no vería nunca más a mamá, nunca más a su lado. No lloré, no pude, creo que no quise. Regresé a dormir junto a Edith… ella jamás entendió mi noche triste. Nadie me entendió.
Me levanté temprano, llamé a mis hermanos, crucé toda Lima para ir hasta San Juan de Lurigancho. Quería ver a Jimy. No recuerdo nada del trayecto, hice el recorrido mecánicamente. Lo abracé fuerte, lloré como niño en su hombro, odié a mi padre como nunca lo había hecho, maldito irresponsable de las desgracias maternas, sufrí por todo, sufrí por él. Él no lloró, me calmó, me pidió que no me quede mucho tiempo en casa porque eso me haría daño.
Llamé a Carlos, el coordinador de curso de colegio, le expliqué lo ocurrido. Como pocas veces, me dio aliento el oírlo, me aseguró que coordinaría de inmediato mi permiso para salir de viaje con calma esos días. Hizo lo que pudo.
A las ocho y treinta empezó a sonar nuevamente el teléfono celular, era un número desconocido, era del trabajo.
- Profesor son las ocho y treinta y aun no llega- enfatizó con voz autoritaria- ¿va a tardar demasiado?
- Disculpe usted, tiene razón aun no llego. Creo que voy a demorar.
- ¿va a tardar demasiado para buscar un reemplazo?
- Unos cinco días más o menos.
- ¿cómo dice profesor?
- Señorita acaba de fallecer mi madre y no tengo tiempo para ir a trabajar, le pedí al coordinador que informe hace una hora y media.
- Lo siento profesor, no sabía…
- Descuide usted, es normal que ocurra esto.
- Entonces… ¿hoy no viene al colegio?
- No señorita, viajo a la selva del Cuzco y vuelvo el lunes. Hasta luego.

La nostalgia me fue cubriendo nuevamente, poco a poco sentí la necesidad de oir a mamá, necesitaba escuchar a alguien. Pensé en Gabriela. Esa voz tierna, con mirada agresiva, firme pero materna. Mujer brava y guerrera, persistente… quería oírla… no tenía voz, mi garganta estaba ahogada de tanta pena. Le envíe un mensaje de texto.
“amiga, ha muerto mi madre. Estoy mal. Comparto mi pena contigo, gracias por tu afecto”
No tardó en llamar. Quise romper en llanto pero me mordí la lengua para pasar mis penas y escuchar su voz. No recuerdo las palabras que me dieron aliento, pero tenerla cerca me dio el segundo aire de ese jueves frio para ir a ver a mi madre.
Mientras caminaba al mercado informal que hay a cinco cuadras de la casa, empecé a recordar las cosas que viví con Andrea… recordé ese poema que había escrito algunos años atrás y que la hicieron llorar:
Esccanina brava había sido
tu hija tayta Alejandro,
pues mira como se enfrenta a la vida,
y como pelea por sobrevivir en su mundo.
Y pensar que solo era
una niña frágil con un lorito verde
y una soguita jalando su cabra
por las lomas de tu esccana.
… Aquí , ella ya no tiene primavera
ni nada que vuele de color verde
apenas si un mal recuerdo que descalabra
en su mente teñida por las canas.
Cuando reaccioné, ya había regresado a casa nuevamente. Otra vez estaba solo. Pensaba en cómo estarían mis hermanos: Johni en la casa de Independencia, Jimy en su trabajo; mi hermana Yeny en Limatambo, sola, tratando de llevar a mamá al pueblo de Villa Virgen donde estaban sus padres; mi viejita, fría, en un cajón de madera, sin sus hijos, sola, me puse a llorar.

“Mi chiquitin pedazo de cielo
Mi chiquitin rayito de luna
Tienes mi sangre y llevas mi nombre
Dios te bendiga chiquito, chiquitin
Solo te pido cuando seas grande
Cuides mis pasos, mís últimos días”

Recordé la infancia que habíamos tenido en Víctor Raúl Haya de la Torre en los años ochenta. Fue como encender el televisor antiguo, esos en blanco y negro… vi toda la historia familiar… por fin la pude ver…

domingo, 8 de noviembre de 2009

ESTO NO TIENE NOMBRE

El negocio era lo suyo. No había nacido para obedecer a otros, su carácter no la dejaba.
Desde “El Milagro” se mostraba así. Tenía su tiendita y vendía de todo. Era muy curiosa para surtirse con productos de todo tipo y contar con el pedido de sus caseritas. Iba al mercado de Caqueta y se llenaba de cosas en un costalillo y una o dos bolsas de malla más (de esas que apenas se pueden levantar por el peso que llevan). Los cargadores sacaban sus paquetes hasta la avenida y de ahí abordaba el transporte hasta el paradero “El Milagro” (al final del enorme cerco que había colocado entonces la Universidad de Ingeniería, pasando la puerta siete y que ahora es una tienda comercial de la empresa Metro). Ahí empezaba su calvario pues el tramo hasta la casa era largo; cinco cuadras hacia arriba, paralelos al muro externo de la universidad, dos cuadras más a la derecha como bordeando las faldas del cerro y luego el ascenso hasta media cumbre (que eran como tres cuadras mas). Su suerte cambiaba si pasaba un triciclero aunque lo normal era que ella jale sus bolsas y costalillo incluido por todo ese tramo. Iba en tramos cortos, a menos de media cuadra, confiando en que no le roben, como un hombre, con las bolsas en cada brazo, luego el saco sobre sus hombros, chorreando de sudor, rabiando su matrimonio, animada por la necesidad, como chola brava, como brava ayacuchana. , chorreando de sudor, rabiando su matrimonio, animada por la necesidad, como chola brava, como brava ayacuchana. Y llegaba. Extenuada, casi sin aliento para atender, con los hombros quebrados por tanto peso, las manos rojas de tanta presión, adormecidas, al límite del colapso. Y empezaba a atender a la clientela, sobre la marcha, a veces oliendo fuerte, a veces empapada en sudor, muchas veces ambas cosas, pero eso importaba poco, ella debía vender.
En algunas ocasiones su cuñado, Ricardo, la esperaba en el paradero y le ofrecía su ayuda. Su cuerpo menudo, esa carita alegre con labios pequeños y juguetones sirvieron para que lo bautizaran como “pajarito” (años después la fama del pajarito la llevó a las peleas pues saltaba y dirigía cada patada en el aire que parecía un pajarito dando brincos; sobre todo cuando le pegaba a su esposa - charito le decía – de mayor fuerza y peso que él pero que igual sucumbía ante los movimientos de Ricardo.
-Andreíta, te ayudo.
-Gracias Ricardito, no sé qué haría sin tu ayuda ah.
-No te preocupes que para eso está la familia.
-¿cómo está doña Agustina?
-Ah, mi vieja con sus problemas. Ahí va ella, está bien.
-En la tarde me haré un tiempito para visitarla. Le avisas.
-No!, no vayas. Creo que va a salir, algo así escuché por la mañana. Mejor otro día.
-Ah, bueno, entonces le llevas estas naranjitas. ¡Mira como han quedado de tanto golpe! Ay, que pena. ¡Mira tu camisa! qué te van a decir ahora.
-Descuida que iré a cambiarme de inmediato. Gracias por las naranjas. Nos vemos andreíta.
Así era él. Alegre, extrovertido, palomilla, pícaro y juguetón (ya de adulto le agarró la melancolía y terminó encerrado en sus problemas, aturdido por los golpes que marcaron sus infancia decidió irse al norte del país a buscar quién sabe qué y con quién sabe qué persona). Los demás hermanos eran unos pendejos. Podían ver a su propia madre y era casi seguro que se le escondía por no ayudarla con las bolsas del mercado. ¿y ayudaban a Andrea? ¡carajo!, no bromees así. Ella era serrana pues, cómo crees; no jodas hombre, cómo va a ser eso, ni de a vainas. No, eso no.
¿Tanto así? Si pues, Andrea contaba que en una ocasión ella estaba jalando –literalmente arrastrando – su pesada bolsa con verduras y menestras cuando justo pasó por ahí José Raúl con su moto Yamaha 50 de color azul y aunque ella le gritó varias veces, él no volteó ni a mirarla, simplemente pasó de largo como si en esa calle no hubiera nada más que el ruido de su moto y el viento que flequeaba su ropa. Ella nunca le perdonó eso.
Cuando se fueron a vivir a Víctor Raúl fue lo mismo. Puso su tienda de abarrotes, alistó sus costalillos, su canasta de mimbre, las bolsas de malla, y al negocio. ¡ah! Esta vez previno todo pues hasta una carretilla había comprado para que sus hijos la esperen en el paradero “La Curva” de la línea 90 a Payet.
Su día empezaba a las cinco de la mañana. Alistaba todo (desde el desayuno de sus hijos hasta la lista de productos que iba a comprar) y se iba al mercado de Caqueta. Corría para acá y para allá. Era muy agilita comprando. Además, ya tenía unos caceritos a quienes pedía el mejor producto, la yapita, el fiado, el pago a medias. Todo valía en este negocio que venía levantando entre sius hombros ella sola.
Ahora que menciono fiados, no olvido aquella vez en que regresó a casa con los ojos rojos (solo ella sabe cuánto lloró esa mañana) pues unos desgraciados se hicieron pasar por cargadores y le robaron las compras de varios días, todo su capital, todo el esfuerzo acumulado de años de sacrificio, le dolió hasta el alma. Los caceros le fiaron todo, la tranquilizaron. A algunos les quedó debiendo por años, a otros jamás terminó de pagarles; por eso debía trabajar hasta los domingos, para ella no había feriado, no había enfermedad, no había salida por las tardes, no había fiesta, no habían penas, nada, nada. Así era el negocio pues.
¿Cómo explicarle que la profesora quería verla esa mañana?
¿Cómo pedirle que deje de trabajar para que vaya al colegio a que le digan que su hijo está con bajas calificaciones?
¿De dónde sacaría dinero ese día para que sus hijos coman?
¡Qué lío! Igual se lo dijo.
Ella hizo las compras más rápido que de costumbre, diez minutos antes de las ocho estaba bajando del bus. Cogió la carretilla, colocó sus bolsas, bajó presurosa por la angosta vía en forma de rampa que la llevaba todos los días a ese inmenso hueco llamado Urbanización Víctor Raúl (antes había sido una inmensa fábrica de ladrillos calcáreos y había horadado al pie de un cerro al punto que ahora solo se ve una enorme poza con pequeñas casitas al interior, ahora es mi barrio)
… llegó a casa, dejó todo, tomó una bolsa con un cuaderno y algunas hojas sueltas que siempre utilizaba para anotar las cosas pues temía olvidarse algún detalle o pedido de sus compradoras. Salió presurosa, directo al colegio.
Los dos en silencio, uno imaginando la paliza que le esperaba por la tarde, la otra pensando en las ventas que perdería si demoraba demasiado en la escuela.
Llegaron a las ocho con cinco minutos, cruzaron el portón metálico color plomo, avanzaron al aula de sexto grado de primaria y ahí –en la puerta del aula- estaba la profesora Salomé, esperándola.
-¿y qué le dijo la profesora?
- ¡qué curioso eres oye!
- ya pues. Algo te habrá contado imagino. Una sacada de mierda fácil ¿verdad?
- eso fue lo más raro sabes. No hubo golpes. La verdad es que no sé que le dijo la profesora; y aunque estuvo rara toda la tarde y media ida porque no atendió bien a sus clientes, sirvió para sacar cita con el psicólogo nuevamente.
- jajajajaja. ¿Tú al psicólogo?
Era la tercera vez, sabes. Ya se estaba haciendo costumbre, fue la terapia más larga de todas. Nunca la terminé.

viernes, 16 de octubre de 2009

ILUSIÓN ESCOLAR

Excelente. No podía ser mejor. El tibio medio día primaveral lo decía todo: los cerros desnudos que rodeaban el Centro Educativo 2052 “María Auxiliadora” habían cambiado desde que él ingresó a este colegio. Ahora lucían cubiertos con unos pinos pequeños y olorosos muy agradables; se habían convertido en la estación natural de muchas aves que emocionaban con ruidosos cantos y alborotado vuelo de ocho de la mañana. El cerro marrón estaba medio verde. El otrora monstruo empedrado en cuya espalda había un puente colgante sobre el tenebroso río de lava ya no existía más; ya no importaba, el colegio estaba mucho mejor que en mil novecientos ochenta cuando llegó.
El día anterior José Raúl trajo la mejor noticia. Había retronado a su trabajo y el gerente de la Pilsen Callao le pidió que se haga cargo de la planta distribuidora de Independencia. Ya no importaba cuanto habían sufrido pues, por fin, las cosas volverían a su normalidad.
Por cierto, había escuchado a Isidoro Olarte pedirle a su esposa que regresen a Lucanas. Leocadia aceptó sin titubeos con la única condición de dejarlo todo, casa, amigos, traiciones, pasado, todo. Él aceptó. Viajarían este fin de semana y aunque Andrea aun no se había enterado sería una de las personas más felices pues luego de tres años de tormentos no volvería a escuchar esa voz chillona torturándola con sus recuerdos.
Él estaba feliz porque había escuchado a su padre decir que por la tarde irían de compras a la plaza Unión. Tantas veces había soñado con esas botas cortas de cuero oscuro cubriéndole los pies que llegó hasta a odiar a Jimy por las botitas de niño que aun lo acompañaban. Pensaba en el modelo, que no sean muy bajas, marrón o guinda como las de su padre, suela gruesa, con cierre interior, mejor sin cierre, que sean enteras para que se vean mejor. Eran suyas, ya sentía el olor del cuero, la textura de la planta. Eran suyas. El sobresalto del recuerdo lo hizo reflexionar. Esta vez no se separaría de su padre pues la única vez que le compró unas botas eran horribles: la planta gruesa, de goma, marrón oscuro espantoso, con ojales tan gruesos como el diámetro de su dedo meñique y ni que decir de los pasadores largos y toscos. Imagínate una bota con pasadores; igual se las puso, pero repito que eran horribles.
Se aseguraría que a su madre le compre ese vestido verde floreado que siempre mencionaba, que tanto anhelaba (desde pequeña Andrea tuvo afición especial por ese color, por su lorito, por el prado, por sus polleras, por su Esccana, por su mundo. Es más, su último deseo antes de viajar a morirse en Villa Virgen fue que la entierren con un vestidito verde floreado) y que nunca pudo encontrar en Lima. ¿y sus hermanos? No, no. Primero estaban sus botas. Pero, era el mayor de los hermanos, tenía que hablar por ellos, sobre todo por Johni que recibía lo que le daban sin cuestionar nada. Yeny era peor pues sonreía y recibía de buena gana lo que le daban y aunque después dejaba el regalo en algún lugar, nunca le había escuchado reclamar por otro. Colocaba su mano abierta en la boca, con los dedos extendidos hacia arriba, tocando la punta de la nariz y cubriendo sus fosas nasales como intentando oler algo entre esos dedos pequeños e inocentes (hasta ahora ella es así, no cuestiona nada aunque después se arrepienta y diga que sus hermanos deciden por ella. Ay, Yeny) ¿Jimy?, Jimy era otra cosa. Era casi seguro que meditaría bien su pedido, lo compararía con el de sus hermanos, evaluaría un par de veces mínimo y no descansaría hasta obtener el suyo y de manera exclusiva. Y eso que tenía solo seis años.
A la salida del colegio iría corriendo hacia el protón principal de la escuela, saltaría a la calle que lo llevaba de frente a la entrada posterior del barrio de Víctor Raúl. No, no. Mejor iría por la parte trasera del colegio, hacia la iglesia (ahí donde hacía unos días peleó con Ricardo “cunguito”, endemoniado enano, ex amigo, que le había roto los botones de la camisa de poliseda con la que iba a estudiar). Listo, se iría por la iglesia, bajaría por la pequeña pendiente hacía la entrada posterior de su barrio, saltaría los dos pequeños barrancos que habían hasta su casa y así llegaría más rápido. Almorzaría el delicioso puré de papas amarillas con leche y perejil oloroso que solo su madre sabía preparar, limpiaría todo y esperarían a papá para ir de compras. Ah, ropa ligera, suelta, con buzo y zapatillas, nada llamativo, los choros eran bravos en el centro, se prendían de tus cosas como perros rabiosos y hasta te arrastraban para robarte. Pero estaba con papá ¿qué podría pasarles? Nada, nada, todo era perfecto.
El ruido de la campana escolar indicó la hora de salida. La profesora Salomé Esparta de Livoni se le acercó, le dio una suave palmadita en la espalda. No era la primera vez.
- despierta ¿otra vez durmiendo en pleno examen?
- Discúlpeme señorita, no volverá a pasar.
- Es la tercera vez hijo. Lo peor es que no has resuelto nada en el examen.
- Me gustó mucho la lectura de Paco, señorita, sobre todo esa parte donde Grieve dice que tiene peces en su sala para él solito, pero luego me dio mucho sueño ese cuento.
- Ya veo. Lleva esta citación a tu madre y le dices que mañana ingresarás solo con ella. Si no viene, te regreso a tu casa. ¿está claro, hijo?
- Pero mi mamá trabaja señorita.
- Pues deberá hacerse un tiempo para venir.
- Ella siempre está ocupada señorita. Se va a molestar conmigo.
- Mira hijo, tus calificaciones han bajado mucho en este periodo. Es por tu bien. Dile que venga por favor.
- Está bien señorita. ¡hasta mañana!
- ¡hasta mañana hijo! Por cierto, no pienses mucho en Paco y preocúpate por tus cosas ah.
- ¡hasta mañana señorita!

Había que pensar pronto en como le diría a su madre. Ella se había dedicado a mantenerlos desde que su padre los abandono y no podía descansar un solo día. La necesidad había hecho que el negocio sea lo suyo. Ella no había nacido para obedecer a otros, su carácter no le ayudaba. En cambio en su tiendecita, ella era la jefa, ella ordenaba, ella despachaba, ella era todo.

viernes, 9 de octubre de 2009

LA DESPEDIDA

De pronto se fue a un lado del terminal terrestre, casi al pie de la puerta del bus de la empresa Molina. Fue como si un resorte la hubiese impulsado hasta ese lugar. No quería despedirse. Se aguantó las lágrimas, apretó los dientes, se puso seria. Así era Andrea. La miré, busqué sus ojitos amarillentos y hundidos, maltratados por su enfermedad; no la encontré, no la pude ver. Respiré profundamente, abracé a Jimy y casi llorando le pedí que cuidara a nuestra viejita, que no la dejara sola y si se podía, que regrese con ella a Lima.
Él es como Andrea, pura piedra, roble bravo, es todo un Palomino.
Yo no pude, aun hoy no puedo, aun la busco en mi retina y la veo corriéndose a esa esquina del terminal terrestre, alistándose para abordar el bus que la llevaría a Huamanga.
Me acerqué a ella, la envolví entre mis brazos suavemente para no maltratarla. Fueron unos segundos de silencio doloroso e interminable que ella rompió con una frase.
- No te preocupes, estaré bien. Es mejor así.
- Cuídate viejita linda, te quiero mucho, no demores, le dije.
Di unos pasos hacia atrás pues sentí el tumulto familiar que venía a mis espaldas, ellos también querían despedirse; para mí fue la última vez.
Mientras subían a ocupar sus asientos, miraba como la frágil silueta de la brava ayacuchana se perdía en el pasillo. Quería pensar en otra cosa que no fuera ella, miré hacia otro lado, no pude. Traté de jugar con mis ideas, pero solo me salían versos para ella.
Andreíta, Andreíta
Ya te vas mi linda viejita;
Ya no volverás, ya no volverás,
A darme tu tierna sonrisita,
A darme tu despedida ayacuchanita.
La miré una vez más. Se había recostado hacia la ventana para que no la viéramos llorar.
Su carita melancólica y famélica me hizo recordar aquella tarde del verano de 1986 cuando le dije que ya no podía más, no soportaba ni un minuto más. Ella me miró, me tomó de las manos y me dijo:
- Entonces regresemos, dejemos todo y regresemos a nuestra casa hijito.
Nada fue igual para ella aun cuando José Raúl volvió a la casa terminó atropellado a los pocos días. Leocadia no se cansaba de soltarle frases groseras. Las vecinas del barrio le pidieron que no se vaya, que se ponga fuerte.
- ¡Cómo te vas a ir tú!, ella es la que jode, ella es la pendeja que se fue con tu marido.
- ¡Que se vaya ella!, si quieres la sacamos por ti Andreíta, sentenciaba Macaria, su mejor amiga.
- ¡No!, no quiero más problemas, mis hijos, yo; ya no soporto esto. Aun cuando cambié mi casa, sigue con lo mismo. Lo mejor es que me vaya.
Estaba convencida que solo así se terminarían sus problemas. Ya le habían dicho para irse a San Juan de Lurigancho pero su orgullo no la dejó aceptar. Prefirió ir a Santa Rosa, frente al aeropuerto Jorge Chávez.
Fuimos entrada la noche, habían numerosas personas moviéndose entre el basural y el maloliente terreno, caminaban en todas las direcciones, era un caos silencioso, las esteras, las cañas, las cuerdas, todo caminada al compás del desorden nocturno, todo.
Yo me cogí fuertemente de su blusa pues tenía las manos ocupadas llevando una estera. Estaba decidida a todo.
- Si sale todo bien hijito, me decía, dejamos Víctor Raúl para que nos torturen más esas loca y su familia. Tienes que ayudarme, eres el mayorcito y tenemos que hacer esto por tus hermanos, por ti, por mí.
- Pero esto apesta mamá. Nadie nos conoce. Nos pueden robar las cosas.
- ¡No hijo!, aquí están algunos vecinos y tu tío César también ha venido. Con ellos vamos a estar.
Esa noche dormimos en el suelo, abrigados por una estera desnuda y las cañas que la soportaban para que no nos caiga encima.
El sol salió muy radiante, los rayos tempraneros me levantaron antes de las seis de la mañana. Miré el suelo liviano sobre el que habíamos dormido. Era un colchón de plumas de aves, desperdicios del mercado, basura. Salí de la estera y la vi contemplando el horizonte tétrico que ofrecía ese paraje invadido la noche anterior. No se iría, su mirada penetrante y la rudeza del rostro curtido por los golpes que le habían propinado en los últimos años decían que no se iría, pelearía hasta el final.
Yo no pude, me ganó la cobardía, prefería el terral de Víctor Raúl al basural de Santa Rosa, no me esforcé mucho para convencerla aunque casi me enfermé de tanto buscar palabras para retornar a casa. Solo soporté dos días, dos días interminables de lamentos y reencuentro con mis culpas.
En la tarde siguiente le dije que ya no podía más, no soportaba ni un minuto más. Ella me miró, me tomó de las manos y me dijo:
- Entonces regresemos, dejemos todo y regresemos a nuestra casa hijito.
Pensé que esta vez sería igual, pensé que haría lo mismo; pero nunca bajó. Te confieso que aun hoy tengo la sensación que lo hará, como siempre lo hizo, como quisiera que lo haga.

sábado, 26 de septiembre de 2009

EL VIAJE DE MAMÁ

De repente empezó a sentir la nieve frotando su rostro. Esa puna nevada siempre le había llamado la atención, siempre quiso pisar esos copos blancos pasarlos por sus labios y disfrutarlos en toda su frialdad. Esta vez, a través de la ventana del bus, disfrutaba del paisaje de su puna y –aunque no supo explicar cómo - tocó la nieve, corrió como una criatura detrás de una vicuñita que le salió al paso. Era media tarde, la nieve rayaba en todo su esplendor iluminada por el pálido sol en el camino a Huamanga, era su último viaje, ella lo sabía y por eso quería disfrutarlo al máximo.
Atrás habían quedado sus recuerdos tristes. La enfermedad que la estaba matando de a pocos ya no era problema, había aprendido a convivir con ella. Andrea era así, no le tuvo miedo ni a la muerte.
-hay días en que ella me agarra a golpes y me tumba como si me estuviera pateando los huesos –decía algunas veces – pero yo le gano pues. Me paro y le muerdo, le jalo los cabellos. Las dos nos damos, que creen. Esa cojudez no me va a ganar a mí, concluía.
Desde pequeña había sido así. No le gustaba mostrar ni su dolor ni sus penas. Esta vez tampoco sería la excepción. Quería ir a morirse a su selva, en su monte, entre las aves y el ruido del río Apurímac, al compás de la naturaleza; pero sobre todo, retirada de la compasión de la gente que la conocía y estimaba tanto que no le quería dar mayor sufrimiento. Pensó en todo, los gastos de sepelio, el ataúd, el cementerio. No, era demasiado para morirse en Lima. Lo mejor era irse a la selva, visitar a sus padres y morirse tranquila por allá sin que nadie la moleste. Y así fue.
Un día antes nos reunimos en casa. Conversamos con ella hasta tarde y nos levantamos temprano para despedirla como solo ella deseaba. Era costumbre de la familia.
- Le entregas esta lana a Edith, me dijo, dile que termine de tejerle estas botitas a Ariana pues ya no puedo terminarlas y mañana viajo.
- Tú no estés cometiendo más errores con los hombres. le dijo a Yeny, ya bastante has sufrido para seguir dando tumbos. Es hora de encaminarte, hazlo por tu hija y por ti, no seas tonta, no desperdicies tu vida hijita. Eres linda y joven. Ya te llegará un hombre que te valore, pero hasta entonces no permitas que te falten el respeto. Hazte valorar mamita, date tu lugar.
- Tú, cuida a tus hijas. Dayana y Yaritza son el futuro que estas sembrando desde ahora. Tus niñas van a agradecerte algún día todo lo que haces por ellas ahora. No las vayas a abandonar hijito. Mírame, yo crié a cuatro hijos, les di estudios, les estoy dejando toda mi vida como herencia, ya están logrados, yo me voy a morir tranquila porque sé que no van a sufrir, sé que no pasarán lo que yo. Johni, hijito mío, no seas como tu padre, rompe esa cadena y demuéstrate que si eres buen padre. Las cosas que hagas, hazlas por ellas. Con mucha alegría, sin malicia. Verás que todo te irá bien, ya verás.
- Y tú no me estés tomando tanto. Deja a ese amigo tuyo, Jesús, si él se vuelve alcohólico es su problema. No sigas los malos ejemplos ni estés dando espectáculos penosos en la calle hijito. ¿qué quieres, que te orine el perro en la cara cuando te quedes dormido en alguna esquina? ¿quieres que te rompan la cabeza o te asalten por andar borracho como la vez pasada? No Jimy, esas cosas no te llevan a nada hijito. Utiliza tu platita en algo más valioso, come bien, sal a pasear, viaja al lugar que quieras, pero no estés tomando hijo mío.
Esa noche la despedimos para siempre. Le prometimos estar juntos, no enfrentarnos por las cosas que ella estaba dejando. Le prometimos respetar su decisión al momento de repartir sus propiedades. Esa tarde había redactado un testamento de puño y letra y dejaba como testigos a los tíos Richard Delgado y Rosario Vicente. Los cinco estuvimos tranquilos, habíamos convivido con su cáncer durante dos años y no queríamos que sufra más. Fuimos más hermanos que nunca, más hijos que nunca, fuimos una familia.
Cuando cerró sus ojitos, sintió una paz inmensa que refrescó su piel maltratada por la vida. Sintió una caída de agua fresca sobre su cabellera cana, disfrutó de la fría sensación del descanso. Esa sensación empezó a recorrer su cuerpo, llegó hasta la punta de los pies y regresó hasta golpear suavemente su frente, como la brisa andina que sopla por la tarde al pie de un huayco, como el airecito que refrescaba su Esccana en las tardes de mayo. Estaba llegando al final de su destino, volvía a sus raíces. Bajó la cabeza y dejó de moverse.
Algunas horas más tarde, amanecía en Huamanga. Guillermo y Teodosio seguían durmiendo. Jimy siempre al pie de su madre, tenía la mirada fija en el paisaje. También era su tierra, la sentía propia, la disfrutaba. La nostalgia ayacuchana era así. Es una melancolía que te cubre el cuerpo por completo, que te llena de una dicha melancólica muy rara. Andrea despertó quejándose por unos dolores de espalda debido al trajinado viaje.
-¿está bien viejita linda?
El silencio de mamá lo preocupó un poco. La miró fijamente, no notó nada extraño. La dejó tranquila por un momento más. Había caído la tarde en la ciudad y debían alojarse para salir al día siguiente rumbo al valle del río Apurímac, la última morada de mamá.
Nunca olvidaré el día que partió, domingo 26 de julio, vivió un mes más allá; pero se fue para siempre de este valle hablador.